OPINIÓN: La Sentencia
Por: Marino Berigüete, escritor Barahonero
Al salir de la cárcel fue a buscarla allá, a la cuartería del callejón del barrio Los Suero. No tenía un centavo en los bolsillos pero llevaba la ilusión de verla. Sin embargo, al pensar en los años que habían pasado sin mirar el rostro joven y alegre de su mujer, un vacío frío se alojaba en su vientre sin grasa. Los tenis que llevaba puestos parecían tener alas. Se sentía ligero como nunca antes y creyó que toda la ciudad pasaba fugas antes sus ojos. Entró al callejón Guarionex, del que recordaba cada esquina de tanto imaginarlo durante sus noches de prisión, cuando se emborrachaban si conseguían ron, y su compañero Víctor traía las mejores mujeres para acostarse y vaciar todas sus rabias de hombre presos. Ahora quedaba bien atrás toda esa selva de leones que trasforma a los hombres en seres duros, sin sentimientos ni corazón.
“Nada ha cambiado, las mismas calles, la misma miseria, parece que todo se congeló por aquí”, se decía mientras avanzaba lentamente, atisbándolo todo por el callejón. Sin embargo, no veía a nadie conocido.
Llagó a su casa. Las manos le sudaban y tuvo que frotárselas contra sus muslos. Tocó en tono bajo, sin prisa, quería darle una sorpresa a su mujer, pero nadie abrió. Tocó más fuerte y una voz desde adentro del barracón le gritó.
? ¡Ya va! ?Era una voz de mujer?, va, va. Ahora abro. Venancio confuso, casi aturdido, se dijo que aquella no era su mujer, “quizás sea un familiar”, pensó y se apartó un poco de la puerta.
? ¿Qué desea? ?Preguntó la mujer, asomando el rostro sin abrir completamente la puerta.
?Cecilia ?dijo todavía más confundido al mirar los ojos de una mujer de cincuenta años que esperaba en la puerta-. ¿Es esta la casa de Cecilia?
?No, señor ?contestó la mujer?, no conozco a nadie aquí con ese nombre.
Venancio dio unos pasos hacia atrás y contempló furtiva y rápidamente el barrancón. “Pero este es el barrancón”, volvió a decirse y se acercó de nuevo a la mujer que también lo miraba intrigada.
? ¿Tiene usted mucho tiempo viviendo aquí? ?le preguntó.
?Casi diez años ?respondió de manera seca la mujer, sin quitarle la vista de encima.
?Bueno ?dijo entonces bajando la cabeza con el rostro desconsolado y el cuerpo apesadumbrado, como si le hubieran forrado los huesos con plomo?, a lo mejor se mudó.
Anduvo largo tiempo dando vuelta por el callejón, preguntando y contando los detalles que recordaba de aquella mujer que se convirtió en el sueño más recurrente durante su estancia en la cárcel; a la que había mantenido viva en su memoria desde el momento en que la vida lo había separado de ella, con solo unos días de haber tomado la decisión de vivir juntos. Ella, en su primera visita a la prisión, le dijo que había regresado a la cuartería en el callejón del barrio Los Suero. Pero después de tanto tiempo, ahora ahí, nada sabían los vecinos.
Solamente Orfelina, una antigua vecina gorda, de grandes trenzas sucias recogidas en un moño enorme sobre la nuca, que embozaba en una manta tejida por sus manos regordetas, recordaba que un día muy caluroso la había visto subir a un carro rojo en compañía de un señor muy bien vestido, alto, de cabello negro, labios finos y muy elegante, que le había abierto la puerta trasera.
?Ella lloraba ?dijo la vieja Orfelina?, lloraba como una loca. No se despidió de nadie. Yo la recuerdo bien porque siempre dije que se parecía mucho a mi difunta hija, y a veces hablaba con ella.
Guardó silencio mientras lo escudriñaba detrás de sus lentes. Con ojos de mujer de mundo. Venancio sintió como si lo registraran todo por dentro y bajó la cabeza. Entonces la escuchó preguntar:
?Usted es su marido, ¿verdad? Se parece a la descripción que ella me hizo una vez mientras me veía coser, ahí mismo donde usted está parado.
Venancio la miró. Se pasó la mano por el pelo grueso y observó el cielo estrellado, buscando la respuesta que de pronto aparecía en su mente neblinosa, entre brumas.
?Creo que sí, doña Orfelina ?contestó él con inseguridad?, creo que sí.
Y le dio la espalda a la vieja, mordiéndose sin querer los labios y apretando los puños para guardar silencio y poder retener las lágrimas que se anunciaban con una humedad picante, muy molesta en el fondo de sus ojos.
?Gracias, señora ?le dijo a la vieja Orfelina.
Dio la espalda y dejó que la noche se tragara con sus sombras el caserío, las calles y las esquinas llenas de latones de basura. Caminó mucho tiempo, no recuerda cuánto, pues solo pensaba en la imagen del hombre que había sacado de allí a su mujer. Los años en la cárcel habían endurecido no solo su carácter, sino también su rostro; además, había afilado su entendimiento. Sabía bien quién era el hombre, la descripción de doña Orfelina lo delataba. Un temblor de rabia y frío lo estremeció al pensar en ello: sí, era el mismo desgraciado que lo mandó a la cárcel, el que lo fue a buscar la noche de aquel triste día al bar donde trabajaba Cecilia.
Esa noche llovía. Los truenos y relámpagos iluminaban las calles de vez en cuando. Llegó empapado al bar donde acostumbraba esperar a que Cecilia terminara de trabajar para luego irse juntos al cuarto que había conseguido en el barrio Los Suero. Mientras tomaba en el bar sin parar, recordó que Cecilia le había dicho que no quería vivir con él en la cuartería de Villa Estela, porque allí había pasado los escasos años de su vida en una miseria absoluta, y junto a él, ella pretendía rehacer todo y luchar por una vida mejor, más digna, aunque también fuera en la pobreza. Eso le había dicho y él había estado de acuerdo, quizás ella hubiera sido la puerta para salir de aquel mundo marginal al que lo había lanzado un hombre que nunca conoció. “Ese hombre es un degenerado, aunque pertenezca a la alta sociedad”, fue lo único que escuchó de la boca de su madre, cuando, poco antes de morir, le explicó las causas por las que su padre los abandonó.
No supo nunca de su padre, tampoco supo cuándo dejó de llover y decidió marcharse del bar sin saber para dónde iba esa madrugada. Un borracho se atravesó en su camino a la salida y se abalanzó con rabia contra él como si lo conociera. Vio el cuchillo enorme en la mano del hombre y supo que debía defenderse: “matar o morir”, pensó. Y mató de nuevo esa noche.
?Veinte años de cárcel ?pidió el fiscal.
?Veinte años de cárcel ?confirmo el juez y sonrió satisfecho.
Se paró sin prisa y dio la espalda al acusado.
Venancio detuvo la mirada en el Cristo que sostenía la balanza. No habló. La frase “Veinte años de cárcel”, le sonaba como un cascabel en los oídos. Así estuvo hasta que vinieron los guardias a llevárselo.
Iban caminando por uno de los pasillos del juzgado cuando la secretaria se acercó al juez en una de oficinas y le dijo en voz baja: ?Nunca lo había visto actuar con tanta dureza en un juicio, señor. Ni siquiera miró al acusado al condenarlo.
?Quizás tenga razón ?contestó fríamente el juez.
?Incluso ?continuó la mujer?, no tuvo en cuenta que él mató en defensa propia. Él mismo dijo que le pareció que alguien, que conocía su espíritu agresivo, había preparado aquella trampa para que fuera a la cárcel de nuevo.
?Eso es un invento de la defensa ?respondió el juez con mayor sequedad.
La secretaria recogió unos papeles que estaban sobre su escritorio y comenzó a organizarlos lentamente. Se veía algo molesta, intrigada.
?Lo vi acercarse a una mujer que estaba en la sala después de que se lo llevaron ?dijo entonces al juez, sin despegar la vista de los papeles?, vi cómo ella lo rechazó con asco, se puede decir, como si lo conociera.
El juez no respondió. Se limitó a mirarla fugazmente y volvió a concentrarse en lo que escribía en una de sus agendas de bolsillo.
?Es su medio hermano, ¿verdad? ?Inquirió ella otra vez, al ver que el hombre no le contestaba-. ¿Ni siquiera eso lo hizo titubear?
Solo entonces el juez levantó la cabeza para mirarla fijamente. Tenía los ojos encendidos, como un animal rabioso.
?La justicia no tiene rostro ?contestó, evidentemente molesto.
Pero no pudo sostener la mirada firme de la secretaria, que había dejado de hojear los papeles y esperaba, al acecho, las palabras del juez.
?Y ese hijo… ?agregó mirándola todavía a los ojos?, ese hijo papá lo tuvo en la calle con otra mujer. Engañó a mi madre y tuvo a ese bastardo.
?Entonces quizás su padre es el verdadero culpable, no ese pobre diablo? cortó ella.
Lo vio respirar profunda y largamente, buscando una tranquilidad que no tenía. El juez se quedó quieto unos minutos, como una foto en sepia, en la amplia oficina de butacas y buró de madera.
?No es ningún pobre diablo ?replicó mirándose las uñas con algo que a ella le pareció cinismo-. Se merece ese destino.
Tiene que ser así.
Fuente: Berigüete, Marino (2019). Secretos y soledades. Editorial Santuario. República Dominicana. Págs. 11-15 y 27-32. Actualmente es embajador de la República Dominicana en Tegucigalpa, Honduras.
Trabajo recibido de El Biran NY.
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