Titulares

OPINIÓN: El Patrón

Por: Marino Berigüete, escritor Barahonero
Fidencio surcaba la tierra en los alrededores de la casa. Miró la tormenta que se avecinaba y sintió el sudor caliente que corría copioso por su espalda. Los cañaverales se movían agitados por el viento. La brisa, al rozar los troncos secos, los hacía hablar y silbar; el ruido llenaba de una música de paz el campo. Los cocotales se inclinaban y aferraban sus raíces a los duros terrones del suelo. En el cielo, las nubes se amontonaban cargadas de agua y teñidas de un tono oscuro que a Fidencio le parecía siniestro. “Las tormentas siempre traen malos augurios para los pobres”, pensó, y alzó la mirada al escuchar el trote apurado de un caballo: era su patrón, se acercaba orondo, altanero, sabiéndose amo de las tierras que lo rodeaban.

Salustiano Herrera, el gran señor de Barahona, dueño de casi todas las tierras productivas, dueño de siete mujeres y veinticuatro hijos, cabalgaba sobre su caballo blanco con pintas negras en el lomo, en los predios de Riosito. Era imponente. Los campesinos, al sentirlo llegar, levantaban disimuladamente las miradas para cerciorarse de su presencia. No podía evitar los temblores que los invadían, e intentaban disimular el miedo mientras herían la tierra con sus arados o cortaban caña sin decir ni media palabra. Las mujeres como siempre, rehuían la mirada del patrón por temor a ser elegidas, especialmente ese día en que el cielo anunciaba tormenta o un gran desastre.

El gran señor detuvo su caballo y se quedó mirando el sitio en el horizonte por donde el sol se acostaba. Sí, todo aquello era suyo y terminaba allá donde su mirada se perdía, justo en la línea que unía en una sola imagen el cielo y las montañas de Santa Elena. En el horizonte terminaba su finca, su poder de amo y señor de la tierra y de las vidas. Allá en aquel campo, no conocían sus manos malvadas de sangre, aunque sí sus historias de hombre macho.

La tormenta se anunciaba con el estallido de los relámpagos en la distancia y con el rugir de los truenos cada vez más cercanos. La tarde se oscurecía de prisa mientras las nubes cargadas de agua corrían lentas acariciando el techo azul del cielo.

Fidencio detuvo la faena y vio al patrón acercarse a su casa. Sabía que su mujer, cada vez que escuchaba aquel conocido galope, se ponía pálida y sudorosa; esta vez, tomaría a su hija de la mano y se esconderían en la oscura habitación de su casa con los cuerpos temblorosos como una rama de guazábara bajo el fuerte soplido del viento. Él también sentía miedo, un miedo que se apoderaba de su cuerpo y le dejaba un vacío terrible en el estómago y un sabor amarguísimo en la boca. Sin embargo, el miedo de esos días ya no era solo por su mujer.

Ahora temía por su hija, una niña que en aquel momento de su vida no podía precisar si era suya o del patrón. Una pequeña hija que había visto crecer palmo a palmo, alegre como un riachuelo en primavera, y que ya el mes pasado había corrido asustada hasta él, para mostrarle un pequeño y delgado hilo de sangre que se deslizaba como una serpiente por sus piernas y le llegaba a los tobillos.

?Buen día, Fidencio ?escuchó decir al patrón. No se había desmontado del caballo y Fidencio sabía, sin mirarlo, que traía puesto el sombrero blanco de Panamá que cubría siempre su cabeza gris.

?Buen día patrón ?contestó rehuyéndole a su mirada punzante, mientras se quitaba la sucia gorra roja como una muestra de respeto.

? ¿Cómo está tu mujer? ?volvió a escuchar?, y tu hija, ¿sigue tan bonita?

?La mujer no está bien ?mintió con cara de tristeza bajando aún más su mirada hacia la tierra?, ayer tuvo fiebre y eso me tiene un poco preocupado.

?Tengo varios días sin verlas ?respondió el patrón y empuñó las riendas del robusto caballo que pateaba la tierra indiferente a la conversación.

Fidencio sintió el tono malicioso e hiriente en las palabras del patrón.

?Ni siquiera han ido a ver a la patrona que las estima tanto. Mentira. La patrona las buscaba solo cuando necesitaba lavar montañas de ropa sucia. Además, Fidencio había podido comprobar que el patrón aprovechaba aquella ocasión para meterse con su mujer.

?Es que está indispuesta desde hace varios días ?volvió a mentir con la gorra en las manos sudorosas.

El patrón sonrió desde la montura del caballo. Le gustaba mucho la mujer de aquel campesino, pero ahora comenzaba a gustarle más la hija, a pesar de que quizás fuera hija suya y no del bruto de Fidencio.

?Dile a tu mujer que la patrona quiere verla hoy ?dijo con voz ronca y firme?, que vaya a la casa con su hija antes de que caiga la tormenta.

?Se lo diré, patrón ?asintió Fidencio con el ceño fruncido y sin poder evitar su preocupación por aquel compromiso?, seguro que se lo diré.

El patrón miró el rostro seco de Fidencio y descubrió en el fondo de aquellos ojos el asomo de un disgusto por su pedido. Arreó el caballo sin decirle nada. “Este viejo de mierda se hace el pendejo”, pensó antes de voltear la bestia hacia el camino a casa. Fidencio apretó con sus grandes y callosas manos la madera del arado. Sus negros ojos de fiera se le ensangrentaron y escupió sobre la tierra seca una saliva espesa, amarga. Se sentía impotente…
? ¡Perro sucio! ?masculló.

Pascuala salió escurridiza de la casa, pálida aún, temblando de miedo. Ella sabía lo que buscaba el patrón. Sufría porque su marido tenía que soportarlo todo en silencio y una impotencia, similar a la que ahora sentía Fidencio, le corría por la sangre del cuerpo. Pascuala sabía que Fidencio, como todos los hombres de aquellas tierras, se mordía la lengua cada vez que veía al patrón cruzar la cerca en su caballo y bajar sigiloso, mirando hacia todos lados, para luego entrar a su casa y salir unas pocas horas después con cara de macho satisfecho.

Ella había descubierto a su marido llorando entre las malezas de los alrededores de la casa que compartían desde que se casaron. Él trataba de que no viera el llanto de un hombre atado de pies y manos. Pascuala lo había visto con los ojos anegados en lágrimas implorar al Dios justo, al Dios bueno, al Dios misericordioso, que parecía haberlos abandonado. Así lo había encontrado: con las manos encallecidas apretadas contra el madero sucio del arado y la mirada perdida.

Se acercó a su esposo que observaba sin decir palabra el rastro del patrón y le puso su mano temblorosa en el hombro sudado.

?Algún día, Fidencio ? dijo masticando las palabras con rabia?, algún día Dios se lo cobrará todo.

No había terminado de pronunciar la frase, cuando vieron cómo un rayo azul cruzó el cielo frente a sus ojos iluminando la pradera oscurecida por la nubosidad. El viento trajo de nuevo a sus oídos el galope seco y fuerte de la bestia del patrón. Pascuala iba a esconderse de nuevo en la casa y esperar lo peor, cuando sintió el abrazo de su marido que la detuvo con fuerza. Ambos quedaron mudos ante la imagen que tenían en frente, miraron incrédulos, pero con una rara alegría que les comenzó a cosquillear en las venas: el caballo trotaba apresurado, espantado y sin rumbo; el cuerpo crepitaba sobre el lomo, como un muñeco, aún con la brida agarrada en una mano. El patrón, tumbado sobre la crin manchada de rojo, no tenía cabeza.


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