OPINIÓN: Profesor
Pablo Mckinney
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En ocasiones, mi madre no tuvo esposo y nosotros no tuvimos padre, pero Baní siempre tuvo un maestro en un aula, en un estadio, en una academia de música.
De niños, era difícil entenderlo. Pero con el paso de los años aprendimos orgullosos que cada cierto tiempo nacen hombres que no conciben su existencia sin servir a los demás, en ocasiones, por encima de los que más aman; aceptamos que éramos los hijos de un hombre cuya felicidad dependía de servir a los demás a través de lo que amaba y por amar convirtió en su oficio. Hablo del magisterio, el deporte, la música y de una militancia ciudadana por las mejores causas, las de los humildes.
El profesor Carlos McKinney Soriano, mi viejo, vivió feliz y agradecido de la vida, porque desde siempre, -como me recordó uno de sus alumnos preferidos, Leonte Brea, había aprendido en los clásicos que quien trabaja en lo que ama en verdad no trabaja: es feliz.
Y tuvo opciones tentadoras mi padre: En los años cincuenta, mi abuelo, don Pablo Ortiz Gómez era uno de los hombres más prósperos de la provincia, y desde su amorosa solidaridad hacia su hija quiso instalarle a su yerno un negocio. Pero había un problema: Aceptar significaba renunciar a hacer lo que amaba y le hacía feliz. Nunca aceptó. Sólo con el paso de los años lo entendí.
Es por lo que, salvo en mis tiempos de agrónomo sin vocación en San Juan; de pésimo mecánico en El Bronx, cualquier cosa en Madrid, mensajero en Barcelona o ayudante de maletero, houseman, del Hilton de Atlanta, de regreso al país jamás he trabajado en nada que no ame, la comunicación en sus múltiples facetas, por ejemplo. Quizás por eso no he acumulado bienes materiales, pero he sido relativamente feliz, y cuando en ocasiones mi felicidad se ha tomado vacaciones, siempre se han aparecido las Paola para, a dúo de besos. y abrazos, regalarme un “tequieromuchopá”.
Alguien dijo que “un hombre verdaderamente rico es aquel cuyos hijos corren a sus brazos sabiendo que tiene las manos vacías”. Hacia los brazos de mi padre, no sólo corríamos sus hijos, sino también los miles de estudiantes que él formó en una aula, una academia, un estadio de béisbol o y con el bendecido ejemplo de su vida. “Era un buen tipo, mi viejo”.
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